Y ahí estaba de nuevo, él. Y una sonrisa incómoda y feliz se le escapaba por debajo de su nariz, mientras saludaba con la mirada encogida. Mi corazón empezó a acelerarse mientras andaba sin pensar a refugiarme en sus brazos.
Los árboles nos escuchaban, y dejaban pasar al viento que silbaba, observándonos bajo aquel claro cielo de septiembre. Hundiéndonos en un abrazo que lo paraba todo, que pausaba el mundo bajo nuestros pies, tan quietos, sobre baldosas ardientes. Y alzamos la mirada a las nubes que cubrían nuestros sueños, rozando el cielo con los dedos que se mezclaban entre nuestras manos.
Y me dí cuenta de que no quería nada más en el mundo, que podría sobrevivir con una sobredosis de sus besos bajo el sol. Que ya nadie existía, y tal vez me equivocaba, pero solo lograba verle a él entre tanta gente que parecía rodearnos. Y tan perdida, no quise regresar nunca, deseando quemarme los pies sobre aquella baldosa que me recordaba que estaba frente a aquellos ojos que me robaban las palabras, y me llenaban de ilusión.
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