Y aquí estoy de nuevo. Con unos años más en la mochila de la vida, con un abanico de alegrías y un puñado de tristezas que aun me acechan por las noches, cuando cierro los ojos, pero no a la realidad. Aquí estoy luchando contra mis propias caídas que en silencio se repiten, invisibles a aquellos que no pueden ver dentro de mi. Aquí estoy sangrando al intentar hacer feliz a todo aquel que me rodea sin pensar que tal vez yo también pudiera beber un poco de mi propia poción. Y así fue como me perdí, dejándome llevar por los pasos de un camino que juré no volver a pisar nunca, por la estela de una ola que años atrás había barrido por completo la orilla de mi alma. Pero ya no tenía fuerzas.
Mi corazón se había vuelto tozudo con el tiempo, como aquellos viejos que fruncen el ceño un poco más, cada vez que soplan velas. Las cicatrices no le sentaron bien, y prefirió quedarse bien sentado, en los muros de una esperanza que cada vez veía más lejos. ¿Donde estás? Me repetía a mi misma una y otra vez, en sueños. Sé que sigues ahí, que puedes hacerlo, pero tus pasos no siguen a tu cabeza. La niña que soñaba con príncipes azules se acostumbró al lobo, y se niega a salir de sus garras, por miedo a rasgar su vestido. Las historias de princesas no son siempre felices, a veces no hay perdiz que las solvente.
Y de pronto un rayo de luz se vislumbra en el horizonte de una realidad olvidada. ¡Hay salida! dice. Y te tiende la mano. Sus ojos verdes te recuerdan a un mañana mejor, a un cielo sin tantas nubes grises. Sus abrazos te hacen soñar sin necesidad de cerrar los ojos, sus palabras ablandan un poquito la tozudez del corazón. "No te vayas", le suplicas con los ojos. Y él te mira y te recuerda a la historia de amor más bella que jamás habrías pensado. Pero espera, ten cuidado... porque sigues entre garras.
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