Me perdí en un mar de lágrimas desconocido, de palabras que resonaban dentro y fuera de la tormenta en la que estaba inmersa. Me ahogaba, buscaba una respuesta, una señal que me recordara que aún no estaba todo perdido. Empezaba a vaciarme mientras me llenaba de una nada tan profunda que me asustaba más con cada pequeño recorrido de las agujas de mi reloj; viendo que el tiempo pasaba, y el dolor se acentuaba. Y entonces llegó. Él. Roto. Tan a añicos que apenas podía reconocer el rostro que se escondía tras su propia tormenta, paralela a la mía, pero demasiado intensa. Sentí la anemia que corría por mis venas, que se apoderaba de mis latidos, del color marfil que vestía mi rostro fúnebre. Temblaba, a pesar de que no hacía frío. Su mirada se clavó en mis ojos desnudos, vacíos, reflejo de aquella nada que ya hacía horas que me invadía. Y ni siquiera fui capaz de vislumbrar un horizonte, la noche oscurecía hasta la esperanza de sobrevivir a mi propio naufragio, de salir a la superficie a respirar. A respirar, con las caricias de sus manos, con el aliento de sus besos, con el calor de sus abrazos.