A contracorriente

Comerme el mundo, saltar por encima de los muros del orgullo, romper las distancias, coger fuerzas de la nada, rasgarme la piel de tanto sonreír, caerme mil veces y levantarme dos mil, equivocarme y aprender, ir en contra de la gravedad, besar con los ojos, pisar con las manos, hablar en silencio, soñar con los ojos abiertos, gritar de alegría, llorar de felicidad, regalar abrazos, cambiar el mundo.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Naufragué.

Me perdí en un mar de lágrimas desconocido, de palabras que resonaban dentro y fuera de la tormenta en la que estaba inmersa. Me ahogaba, buscaba una respuesta, una señal que me recordara que aún no estaba todo perdido. Empezaba a vaciarme mientras me llenaba de una nada tan profunda que me asustaba más con cada pequeño recorrido de las agujas de mi reloj; viendo que el tiempo pasaba, y el dolor se acentuaba. Y entonces llegó. Él. Roto. Tan a añicos que apenas podía reconocer el rostro que se escondía tras su propia tormenta, paralela a la mía, pero demasiado intensa. Sentí la anemia que corría por mis venas, que se apoderaba de mis latidos, del color marfil que vestía mi rostro fúnebre. Temblaba, a pesar de que no hacía frío. Su mirada se clavó en mis ojos desnudos, vacíos, reflejo de aquella nada que ya hacía horas que me invadía. Y ni siquiera fui capaz de vislumbrar un horizonte, la noche oscurecía hasta la esperanza de sobrevivir a mi propio naufragio, de salir a la superficie a respirar. A respirar, con las caricias de sus manos, con el aliento de sus besos, con el calor de sus abrazos.